El matrimonio como sacramento
El matrimonio es verdadero sacramento pues en él se dan:
a) el signo sensible, que es el contrato
b) la producción de la gracia, tanto santificante como sacramental
c) la institución del sacramento por Cristo, que estudiamos en este inciso.
Es tanta la importancia del matrimonio en la vida de la sociedad, que Jesucristo quiso elevar la realidad natural del matrimonio a la dignidad de sacramento para quienes han recibido el bautismo. Por tanto, el contrato matrimonial válido entre bautizados es por eso mismo sacramento (cfr. CIC, c. 1055 & 2).
Conviene aclarar que el sacramento no es algo añadido al matrimonio, sino que, entre bautizados, el matrimonio es sacramento en y por sí mismo, y no como algo superpuesto. Por eso precisamente todo matrimonio válido entre bautizados es sacramento.
El sacramento, pues, deja intactos los elementos y propiedades de la institución matrimonial, confiriéndole, eso sí, una especial firmeza y elevándolos al plano sobrenatural. Como señala Santo Tomás (cfr. S. Th, Supl., q. 42, a. 1, ad. 2), el sacramento es el mismo contrato asumido como signo sensible y eficaz de la gracia.
En este sentido sí podemos decir que el sacramento añade una cosa a la institución natural: el aumento de la gracia santificante es un sacramento de vivos, y la gracia sacramental, que facilita a los esposos el cumplimiento de todos los deberes concernientes al estado conyugal.
Como el matrimonio es un sacramento, necesariamente tiene que haber sido instituido como tal por Cristo. Es dogma de fe, definido en el Magisterio y apoyado por la Tradición unánime de la Iglesia, aunque sin indicarse el momento exacto de su institución como sacramento: algunos teólogos se inclinan por las bodas en Caná de Galilea (cfr. Jn. 2, 1-11 ), y otros por el momento en que fue abolida la ley del repudio (cfr. Mt. 19, 6); incluso algunos piensan en otro momento entre la Resurrección y la Ascensión del Señor.
Que el matrimonio entre bautizados es un sacramento lo señala un texto del Apóstol San Pablo: Las casadas están sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia. . . Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia. . . Por esto dejara el hombre a su padre y a su madre, y se unir a su mujer, y ser n dos en una carne; sacramento grande éste, pero entendido en Cristo y en la Iglesia (Ef. 5, 22-32).
Es, además, una verdad enseñada muchas veces por el Magisterio de la Iglesia: por ejemplo, el Concilio II de Lyon (cfr. Dz. 465), el Concilio de Florencia (cfr. Dz. 702), el Concilio de Trento (cfr. Dz. 1971), en el Catecismo (cfr. nn. 1601 y siguientes, etc.).
Competencia de la Iglesia en el matrimonio
Por tratarse de un sacramento, sólo a la Iglesia corresponde juzgar y determinar todo aquello que se refiere a la esencia del matrimonio cristiano. La razón es que, como ya dijimos, el contrato matrimonial entre los cristianos es inseparable del sacramento, y sólo la Iglesia tiene poder sobre los sacramentos (cfr. Dz. 892).
Por eso, establece el Código de Derecho Canónico que "las causas matrimoniales de los bautizados corresponden al juez eclesiástico" (c. 1671). Y lo mismo se puede decir del establecimiento y dispensa de impedimentos, como veremos posteriormente.
El poder civil tiene competencia sólo sobre los efectos meramente civiles del matrimonio canónico de los cristianos, entre los que se encuentran la unión o separación de bienes, su administración y su sucesión, la herencia que corresponde al cónyuge y a los hijos, etc. (cfr. CIC, cc. 1059 y 1672).
Habrá que decir también que el matrimonio entre no bautizados no está sujeto a las leyes eclesiásticas, aunque sí lo está a las leyes e impedimentos justos establecidos por la ley civil.
Esto, por supuesto, no significa que las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio no sean aplicables a los no cristianos, ya que todo lo que declara como perteneciente a la ley natural, se aplica a todos los hombres.
El matrimonio, camino de santidad
Si Cristo elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento, podemos afirmar que es también una vocación cristiana y, para los esposos, camino de santidad. Por la fe conocen el sentido sobrenatural de su unión, viendo en ella la voluntad de Dios y, por tanto, aceptan los hijos que el Señor les envíe, procuran educarlos humana y cristianamente, y se ayudan entre sí para formar una familia cristiana que contribuya positivamente al bien de la Iglesia y de la sociedad.
"Los casados escribe Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo para sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar" (Es Cristo que pasa, Ed. MiNos, México, 1994, n. 23).
La familia, Iglesia doméstica
En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, 'Ecclesia domestica' (LG 11; cfr. FC 21).
En el seno de la familia, los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno (Catecismo, n. 1656).
El hogar es así la primera escuela de vida cristiana y escuela del más rico humanismo (GS 52, 1). Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida (Catecismo, n. 1657).